martes, 29 de marzo de 2011

Programa 3: Filosofía del Derecho

El punto de partida de esta discusión –no a modo de confrontación, sino de querer encontrar respuestas- parte de un centro muy afín, que no es sino una urdimbre de dudas, preguntas y disertaciones que siempre van a parar en lugares comunes. Nuestra discusión, aquella que comenzaba con los cimientos de una institución –de una palabra, de una evocación-, “el derecho”, se fue fracturando en pequeñas partes que iban dando poco a poco respuestas a las cuestiones más elementales. Pero nos negamos a verlo de esa manera; después de todo, obviamos que las preguntas más repetidas de la historia (esas que siempre amortizan nuevos relatos: ¿cómo?, ¿dónde?, ¿por qué?, ¿cuándo?, ¿para qué?) son siempre inseparables de nuestro inacabado andar, incluso ignorando el destino, son el eterno retorno en el camino.

Y era que al final, entre tanto preguntar, fragmentar, reunir y meditar, hacíamos una filosofía para el derecho.

El derecho representa una de las ficciones mejor elaboradas en la historia de la humanidad. Como todo buen plan, requirió de largos, extensos ratos –tiempos- para su perfeccionamiento (como eso, una ficción, y no como sistema actual), no en vano tiranos, emperadores y monarcas dedicaron gran parte de sus alientos a la erección de este icono, del tótem eterno del hoy hermano ordenado en la ciencia social.

Hacía falta, no obstante, ser muy descuidado como para ignorar que el orden de ese discurso no seguiría andando sin un verdadero motor que amparase el vasto, complejo, espectro de conceptos y términos que la scientia iuris acogía bajo su seno. Vamos a decirlo de esta manera: ¿a quién se le ocurre montar una empresa de este calado sin haber sido precavido en la construcción (previa, por favor) de una estructura ideal que diera apoyo semántico, incluso epistémico, a dicho juego de poderes?

La constitución de conceptos jurídicos es sin duda el bastión principal de esta profesión, si lo que apremia son redacciones, discursos, elucubraciones y demás manifestaciones de ese saber a medias que estos tiempos que corren hacen cada vez más complicado concretar. ¿En qué cabeza cabe separar al derecho de la filosofía? Como si quienes empezaron en la labor de jurisconsultos hubiesen sido netamente advocatus, sin la cualidad anterior de filósofos.

Lo que conocemos del Derecho es únicamente una de las aristas que lo integran. Una más digerible, me atrevo a decir, ya regurgitada por quienes en antaño dedicaron sus días y noches a disertaciones sempiternas (en muchos casos, se las llevaron al pozo). Pero que dieron como resultado, entre otras cosas, la aplicación de normas en sociedades concretas.

La denominación de acciones, omisiones, comportamientos y demás variables dentro del vector humano es parte de esa herencia, una muy frugal, con la que incluso nos cuesta desenvolvernos.

El derecho, sin embargo, reside en recovecos más complejos. Su esencia revolotea entre niveles que describen cada parte de su función: una enunciativa, una descriptiva y una de fondo (a la que unos no se asoman y otros sencillamente no pueden ver), a esta última le dicen filosofía del derecho.

Una tras otra, estas quejas sobre el sentido de una filosofía del derecho (¿y para qué rayos sirve ésta?), hacen sonar más las ignorancias letradas (o numeradas, con respecto de las formaciones meramente codificadas) de más de un estudiante o académico de las leyes. Los profesionales se conformaron con la preparación superficial en la jurisprudencia. Otros, entre tanto, siguen en esa lucha de querer converger leyes con sus fundamentos, con sentidos, con razones (como verdaderos alicientes lógicos); más que sólo aplicando: desentrañando. De esa suerte de labores que levantan réplicas… Así, como debe hacerse una filosofía, a fuerza de inexactitud accidental, debates eternos y realidades a medias. Así como nos gusta, así hablamos hoy, sobre qué es la Filosofía del Derecho.

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